Hoy se cumplen ocho días de movilizaciones del sector del carbón, los mineros, con el apoyo de los sindicatos, han anunciado una huelga indefinida mientras el gobierno no se replantee incrementar las partidas presupuestarias destinadas a la subvención a la minería que han recortado drásticamente en los presupuestos de 2012.
En un contexto de cambio climático acuciante como el que vivimos, no hay duda de que las ayudas al carbón están destinadas a desaparecer, así lo acordó el G20 en 2009 y así se recoge en la legislación europea que en 2010 prorrogó estas ayudas hasta 2018, pero sólo como medida transitoria y siempre que formen parte de un plan de cierre y desciendan progresivamente en su cuantía de año en año.
Lo mismo se ha discutido en la reunión climática de Naciones unidas celebrada el mes pasado en Bonn (Alemania), en la que el abandono de las subvenciones a los combustibles fósiles se ha perfilado como una de las mejores maneras de reducir emisiones y liberar fondos para la lucha contra el cambio climático. Hasta el ministro Cañete lo ha confirmado al reconocer que las subvenciones a la quema de carbón en España (otra forma de apoyo público al carbón) son las responsables de que las emisiones de 2011 aumentaran considerablemente pese a la crisis económica y nos van a pasar factura en la compra de derechos de emisión.
Lo triste es que no parece, ni siquiera, que el gobierno haya basado los recortes en este análisis estratégico y se ha limitado a pegar hachazo, como hizo con las renovables, sin analizar mucho más. Y ahora tenemos doble frustración, doble incertidumbre y doble angustia: la del sector de las energías renovables capado justo cuando se perfilaba como una de las claves para la recuperación económica y la del carbón que, debiendo asumir su muerte inminente, tiene derecho a contar con los fondos y los planes adecuados que garanticen su reconversión.
Hace unos días estuve en Teruel, primero, a 500 metros bajo tierra en una mina y, luego, en una mesa redonda sobre los retos del sector del carbón. Fue una experiencia inolvidable, tanto por el interés de ver la actividad minera en primera persona, como por el componente humano y la cálida acogida de toda una comarca en búsqueda de una solución. Hablamos y hablamos y, al final, una cosa me quedó clara: nadie puede estar interesado en que sus hijos y nietos pasen los días a 500 metros bajo tierra pero, a juzgar por lo mal que han funcionado los planes de reconversión hasta ahora, el minero está convencido que esta es su única opción.
Ya de vuelta a Madrid, veo a representantes de la patronal que dicen “estar orgullosos de ser mineros” pero que no tienen pinta de haber pisado una mina en su vida y oigo a los sindicatos pedir mayor acción contra el cambio climático a la vez que critican que se reduzcan las ayudas al carbón. Unos y otros hablan en nombre del minero, pero ninguno hace hincapié en su único pasaporte de futuro: la urgente reconversión del sector. Llegados a este punto, me pregunto qué pasará cuando, en 2018, las ayudas terminen y las grandes empresas se vayan de las cuencas mineras dejándolas a merced del desempleo y del éxodo rural. Entonces será tarde para darse cuenta de que el empleo de las generaciones futuras, la fijación de población y, en una palabra, la vida de las cuencas mineras se debería haber garantizado hoy.
Abramos los ojos de una vez: ni el carbón es una reserva estratégica, ni el unico futuro posible para las cuencas mineras. Hay vida después del carbón y hay multitud de ejemplos, alguno en España y muchos más en otros países, que demuestran que es una vida mejor. Este problema se eterniza porque tenemos un Gobierno torpe, unos sindicatos llenos de contradicciones y, lo peor de todo, al empresario minero velando por los “intereses del trabajador” o lo que es lo mismo, el lobo al cuidado del rebaño.
Aida Vila (@Aidavilar), responsable de la campaña de Cambio Climático de Greenpeace