Hoy se cumple un año del comienzo de una de las semanas más dramáticas del verano de 2012, cuando en una semana ardieron en la Comunidad Valenciana alrededor de 50.000 hectáreas en dos grandes incendios forestales declarados en los términos municipales de Cortes de Pallás y Andilla. Más de 2000 personas residentes en pueblos, urbanizaciones y viviendas aisladas tuvieron que ser evacuadas y los daños materiales fueron muy cuantiosos, amén de la destrucción de los recursos naturales que ha dejado un paisaje que tardará tiempo en cicatrizar.

Pocos días después, el 1 de julio, la sensación se multiplicó cuando los incendios declarados en Hellín (Albacete) y Moratalla (Murcia), quemaron 6000 ha y obligaron a evacuar a vecinos y residentes en las zonas afectadas. A estas alturas del verano, el año pasado ya se habían producido en España 14 Grandes Incendios Forestales (GIF). Ya se presentía un mal verano.

Esta forma de empezar la temporada estival en Cortes de Pallás volvió a poner sobre la mesa el problema de los grandes y destructivos incendios forestales que se producen en condiciones meteorológicas adversas, como las que reinaban esos días en el interior de la Comunidad Valenciana. Incendios, además, que cuando se producen en zonas densamente pobladas y donde el ambiente forestal está en contacto o inmerso en el espacio urbanizado (tanto zonas de contacto entre el bosque y los núcleos urbanos como urbanizaciones y viviendas construidas en zonas forestales) convierten el problema del fuego en una emergencia humanitaria, donde los medios de extinción deben priorizar la protección de las personas y las infraestructuras básicas.

Y también volvimos a constatar que el problema de los incendios forestales ha generado una larga lista de lugares comunes que, tanto en boca de la ciudadanía como de los políticos, no ayudan a la hora de plantear soluciones a largo plazo a este problema. Así, es muy posible que este año también escuchemos aquello de que “el monte está sucio”, “los incendios se apagan en invierno”, “hay que endurecer las condenas por este delito”,  “hay que hacer más cortafuegos” o “hay que poner a los parados a limpiar el monte”.

Este tipo de tópicos y lugares comunes ponen en evidencia la renuncia de políticos y líderes de opinión a entender la complejidad del problema y sus múltiples y no fáciles vías para su solución. Solución que pasa, inevitablemente, por dinamizar el medio rural haciendo del sector forestal un eje estratégico. Ante un problema estructural, el abandono rural y las actividades humanas en el medio forestal, los trabajos preventivos a lo largo de décadas (y no sólo del último invierno) puede ayudar a restar virulencia a los incendios forestales que son causados en un 90% por la actividad humana.

Cuando hablamos de incendios forestales tenemos que hablar de siniestrabilidad (como los accidentes laborales o de tráfico) y por tanto de problemas que hay que tratar de minimizar al máximo, conscientes de que nos toca convivir con ellos. Los incendios forestales son incómodos compañeros de viaje. Las medidas preventivas (mejoras técnicas, coerción, educación, etc.) pueden mejorar mucho las estadísticas (disminuyen los siniestros), pero el objetivo siniestro cero es inalcanzable. La condición humana (descuidos, negligencias, “no pensé que esto me iba a ocurrir a mi”, etc. ) está en el origen del problema. Por eso es tan importante que la población que vive cerca o en el medio forestal asuma que es su responsabilidad establecer planes de autoprotección para el caso de incendios forestales.

A raíz de lo ocurrido en 2012 cabría preguntarse ¿cuántas urbanizaciones en zonas de alto riesgo disponen de un Plan de Autoprotección, como exige la ley? ¿cuántos municipios colindantes con zonas forestales han desarrollado una Plan de Protección Civil para Incendios Forestales? No tememos la respuesta.

Miguel Ángel Soto (@NanquiSoto), responsable de la campaña de Bosques de Greenpeace