Iitate, prefectura de Fukushima. Empezó a nevar cuando salíamos de Fukushima City y el frío era intenso cuando llegamos a Iitate. Es una zona de montaña, se podría parecer a la zona de Canencia en Madrid, pero lleno de campos de arroz abandonados, casas sin gente, y un montón de trabajadores quitando tierra y metiéndola en bolsas. Cientos de miles de grandes bolsas negras llenas de tierra contaminada.
De hecho, Iitate es un pueblo arrasado por la contaminación. Se encuentra al noroeste de la central nuclear de Fukushima Daiichi y, a pesar de estar a más de 20 kilómetros de ella, más de 6000 personas fueron evacuados entre abril y julio de 2011. En la actualidad siguen desplazadas.
Paramos al llegar. Nos calzamos las botas de goma y sacamos nuestros palos de selfie. No para hacer de turistas y fotografiarnos frente al enorme campo de bolsas con tierra contaminada, sino para manejar con más facilidad el medidor de radiactividad.
Para comprender un poco cómo es una zona contaminada con radiactividad podemos imaginar que todo está recién pintado. El suelo, las plantas, las piedras, todo. Todo aquello con lo que te rozas o tocas te pringa de pintura invisible. Que te puede matar poco a poco. Por supuesto tu piel, tus manos o tu cara no pueden tocar la pintura.
Lo que el Gobierno quiere hacer allí es quitar toda esa pintura invisible. Pero es imposible. Quitan una parte, pero poco después se vuelve a manchar con la pintura de su alrededor. Este ímprobo trabajo es sólo una ilusión para poder decir a la gente que ya están limpios su pueblos y que pueden volver. Y aunque nunca lo estarán, y aunque la gente no quiera volver, esa limpieza de mentira les servirá de excusa para dejar de darles a todas estas personas el cobijo y el poco dinero que reciben por haberlo perdido todo: su casa, su campo, su forma de vida. Así nos lo contó el señor Anzai, que nos esperaba en su casa para una entrevista.
Anzai es un señor de unos sesenta años y su casa está abandonada, como muchas otras, desde el accidente nuclear. Los “puntos calientes” allí salen como setas por todas partes: no hubo ni un sólo lugar que la radiación medida no superará los niveles previstos por el Gobierno. No había un lugar seguro, según nuestros medidores.
La casa del señor Anzai es (era) una casa tradicional japonesa. Fue realmente increíble entrar en ella. Por una parte, por la propia casa, tan japonesa y zen, con sus puertas correderas de madera y papel de arroz, sus tatamis y sus colores suaves. Por otra, por su desolación. Le dije que haría todo lo que estuviera en nuestra mano para que su historia fuera conocida y que no pueda volver a ocurrirle a nadie. Él me dijo “aquí ya no puede pasar... aquí ha pasado”. Su mirada, el frío que hacía, la desolación en un lugar donde el peligro es invisible pero se siente, y sus palabras sonaban tan verdaderas que parecía que la naturaleza entera parecía hacerse eco de ellas, resonando como una voz silenciosa que repetía “ha pasado, aquí ha pasado, está pasando…” Multiplicaba el sentimiento de desolación como si de un altavoz majestuoso resonara por todas partes desde la tierra muerta.
Le di las gracias al señor Anzai por habernos invitado a su casa, y nos despedimos de él con una ligera reverencia y una sonrisa triste. Subimos monte arriba, hasta un punto donde la carretera está cortada: la contaminación empieza a ser demasiado alta. Nuestros dosímetros pitaban. Un dosímetro te avisa cuando el olor de la pintura fresca invisible es muy fuerte y es mejor que te alejes. Eso hicimos.
Un apunte sobre el corte de carretera. Japón es un país muy “amable”; un ejemplo de ello es que las señales y advertencias toman siempre formas muy simpáticas. Un símbolo de prohibido fumar, por ejemplo, puede ser la propia señal de “prohibido” fumando cabizbaja, o el uso obligatorio del casco en una obra puede ser el dibujo de un osito con casco. También hemos visto vallas de obra cuyos soportes tienen forma de animales de colores fluorescentes, o señales de “prohibido coches” donde el coche está visiblemente avergonzado.
En cambio esta valla en la carretera era dura y hosca. No hay forma amable de disminuir el terrible peso de la radioactividad.
Bajamos. Pensé en la cantidad de bolsas que hay por todas partes. Cientos de bolsas en campos, casas y caminos. Bolsas llenas de tierra contaminada. Fuimos cementerio de Iitate, donde hay una instalación preparada para disminuir el volumen de los residuos. Allí queman la tierra para dejarla en cenizas y que ocupe menos. Parece una broma, pero hay un cartel que dice “peligro de incendio”.
Ya eran casi las tres. Nos marchamos de Iitate, con mucho frío por dentro y por fuera.
Tras tanta desolación, una noticia alegró un poco el día. En el camino de vuelta a Fukushima City mis compañeras y compañeros de Greenpeace en España (allí eran las 8 de la mañana) me contaban por Whatsapp que se estaban descolgando con pancartas contra Garoña, la central hermana a Fukushima. Fue una bocanada de esperanza. La acción estaba saliendo bien a pesar del intenso frío, me contaban, y me sentí muy orgullosa de mis compañeras y compañeros y de toda la gente que apoya a Greenpeace y hace posible nuestro trabajo. Lo que le había prometido al señor Anzai estaba sucediendo en ese mismo momento.
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