Un día como hoy, hace 10 años, acudí con mi hijo de nueve años, junto a un grupo de chavales como él, a la Puerta del Sol de Madrid a esperar las campanadas. A las 00:00 de ese día celebramos que entraba en vigor el Protocolo de Kioto, un tratado que había costado un enorme esfuerzo convertir en ley y que debería alumbrar un porvenir esperanzador para esa generación de jóvenes que, sin merecerlo, afrontan un futuro incierto por el cambio climático.

Celebración en la Puerta del Sol de la aprobación de Kioto

Teníamos motivos para celebrar, porque la entrada en vigor de Kioto había costado más de siete años de descomunal esfuerzo, para sortear el deliberado boicot del presidente norteamericano Bush y su cohorte de intereses petroleros.

Mi hijo tenía dos añitos cuando me separé de él durante dos semanas para asistir en Japón a la histórica cumbre de Kioto, donde los representantes de todos los países esperaron hasta la madrugada del último día para acordar el famoso Protocolo.

Por primera vez, se establecían obligaciones concretas de reducir las emisiones causantes del cambio climático. Jamás había visto a tantos miles de personas en una negociación internacional, no solo representantes de los gobiernos, sino periodistas, activistas y lobistas de las empresas.

Kioto fue un acuerdo de mínimos. Solo obligaba a unos cuantos países, los más desarrollados, a reducir sus emisiones un 5,2% en el periodo 2008-2012 respecto a 1990. Muy poco y muy tarde para la envergadura del problema. Pero aún así, por primera vez se tocaba la fibra sensible del poder económico mundial, ya que emitir menos implica quemar menos combustibles fósiles.

Cuando acabó 2012, muchos querían dar Kioto por muerto. Solo la Unión Europea aceptó un nuevo compromiso para prolongar su vigencia, asumiendo un compromiso de reducción de sus emisiones del 20% para el año 2020. Todos saben que eso no es suficiente.

Las emisiones de gases de efecto invernadero no han dejado de aumentar y el último informe de los expertos climáticos de todo el mundo (IPCC) pone de manifiesto que ya estamos sufriendo los impactos del cambio climático y que, como sigamos a este ritmo de emisiones y de dependencia del carbón y del petróleo, las temperaturas globales podrían aumentar más de 4º C en este siglo.

Esos mismos científicos advierten que la línea roja que no deberíamos cruzar es la de una subida de 2º C. Así que, año tras año, los gobiernos de más de 190 países participan en las cumbres climáticas internacionales para negociar un tratado que concrete qué hay que hacer más allá de 2020 para frenar el cambio climático y asegurar que no se alcance esa línea roja de calentamiento global.

Y todas esas negociaciones están a punto de alumbrar un nuevo acuerdo. Los países fijaron que este año, en la cumbre que se celebrará en París a principios de diciembre, deberán tener un nuevo tratado climático que dote de continuidad al Protocolo de Kioto.

Viendo cómo han cambiado las cosas desde aquella fría noche de 2005, hay motivos para la esperanza. Por ejemplo, desde 2005 a 2012, ¡la energía eólica ha crecido 5 veces y la solar 25!!! Y según la Agencia Internacional de la Energía, para 2050 la solar podría ser la mayor fuente de energía eléctrica.

La actitud de la sociedad está cambiando también. Con las movilizaciones del pasado septiembre que tuvieron lugar por todo el mundo y a las que se unieron más 300.000 personas en Nueva York, queda demostrado que el cambio climático es un asunto clave que nos preocupa a todos.

Por eso esta vez no vamos a esperar a que nos salven los políticos. Es la acción ciudadana la que debe hacer inevitable que este año en París los gobiernos de todos los países firmen un nuevo tratado climático que sea ambicioso y que asegure que las emisiones de gases causantes del cambio climático (principalmente CO2) se reduzcan a cero en el año 2050.