Aunque desobedecer es una actividad natural que ejercemos desde niños, el proceso de socialización y de educación actual provoca que, en lo político y social, acabe siendo algo muy cuestionado, extraño, poco valorado, casi antinatural para muchas personas.
¿Por qué desobedecer? La realidad cotidiana, social, política, económica, cultural nos muestra muchísimos tipos de violencia directa, estructural y cultural. Vivimos rodeados de violencia y de injusticias. Además, muchas de ellas (estructurales y culturales) las provocamos directa y/o indirectamente nosotros con nuestra forma de vida consumista y nuestra organización social insolidaria. No somos ajenos, somos parte del origen de la violencia y de las injusticias.
Por lo tanto, en muchas ocasiones, nuestra ética nos obliga a tomar postura y a elegir algo entre la terna de posibilidades existentes: sumisión o mirar para otro lado, esperar a que el poder reaccione y cambien las cosas, desobedecer. Todas estas posturas tienen sus pros y sus contras. No es una decisión fácil.
Quizá elegiríamos desobedecer con más frecuencia si nos planteásemos tres aspectos que solemos dar por sentados: el primero, es el hecho de que las leyes no son inmutables. Todos conocemos muchísimos ejemplos de normas y/o costumbres sociales que han sido derogadas o han cambiado profundamente (esclavitud, derecho de voto de mujeres, servicio militar obligatorio, etc). Sin embargo, nos las venden y nos educan como si lo fuesen. Y lo aceptamos pasivamente. Por eso nos cuesta tanto desobedecerlas aunque consideremos que son netamente injustas.
El segundo aspecto a tener en cuenta es que el poder es una relación. No un dogma incuestionable, ni una verdad absoluta. El poder se basa (o debería) en la aquiescencia ciudadana si quiere ser legítimo. Los ciudadanos somos la base del poder y como tales podemos hacerles tambalearse. Sin embargo, nos educan en la aceptación pasiva del poder como si fuese incuestionable. La resistencia a los mandatos y a las políticas dictadas desde el poder es una constante en la historia humana y prácticamente se puede seguir en todas las culturas. Desobedecer al poder que se impone sin justicia es probablemente una de las más eficaces, y también arriesgadas, formas de lucha política con la que han contado y cuentan las sociedades pacíficas para conseguir cambios.
El tercero, y último, es que no es igual legítimo que legal. La justificación de la resistencia noviolenta y desobediente resultaba más que evidente en situaciones históricas en las que el poder contaba con una legalidad autoritaria y su ejercicio era más tiránico que ahora, pues la apelación a una legalidad basada en el ejercicio de la violencia y la amenaza por parte del poder dejaba clara la justicia de una resistencia contra la opresión.
En la actualidad, la existencia de regímenes tiránicos o irrespetuosos con los derechos humanos sigue siendo un verdadero nicho de prácticas desobedientes por parte de activistas que luchan por los derechos cercenados y que gozan de toda nuestra comprensión y respeto. Pero, además, si la justificación de la desobediencia resulta evidente en regímenes de poco respeto por los seres humanos, resulta más evidente en sistemas políticos en los que la legitimación teórica del poder se centra en valores democráticos y en la propuesta de un poder basado en la ciudadanía.
En este caso, es la apelación a estos valores principales y a la aspiración de democracia real la que convierte la desobediencia a los mandatos injustos en una herramienta legítima y en un instrumento de lucha social noviolenta plenamente aceptable y que profundiza en el desarrollo de la democracia participativa. (continuará…)
Colectivo Utopia Contagiosa @CUtopiaC