Conmocionados todavía por el fallecimiento de 57 personas en el incendio forestal de Pedrógão Grande, en el centro de Portugal, la magnitud de este incendio y la dramática pérdida de vidas humanas nos devuelve a la reflexión que lanzábamos desde Greenpeace en julio de 2015.
Aquel verano publicábamos un informe donde recreamos el verano que no nos gustaría que ocurriera. También, imaginábamos la portada que nunca querríamos leer en un periódico.
Y nuevamente, como ya ocurriera en 2015, este año estamos viviendo uno de los comienzos de verano más caluroso de lo que llevamos de siglo. Los extremos climáticos y las salidas de rango de temperaturas han sido comunes en los dos últimos años, y también lo está siendo en el presente 2017.
Aunque las autoridades portuguesas han anticipado que podría haber sido un rayo el origen del fuego de Pedrógão Grande, recordemos que ni el clima ni la meteorología explican la gran mayoría de las veces el origen del fuego.
Pero las condiciones metereológicas sí explican la virulencia del fuego, la velocidad de desarrollo y propagación de los frentes, la dificultad de extinción y el riesgo para las vidas humanas. Durante esta ola de calor, y como ocurriera en el incendio de Riba de Saelices (Guadalajara), en 2005, estamos de nuevo ante conceptos técnicos como “regla del 30” “incendio de alta intensidad” y “fuego eruptivo” que nos recuerdan que en estas condiciones el fuego es ingobernable.
Como decíamos en el informe antes mencionado, son seis los ingredientes que tienen que conjugarse para provocar veranos catastróficos con un alto número de incendios, de alta intensidad y con una gran superficie afectada por el fuego. Estos ingredientes son:
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La pervivencia de las causas del origen del fuego (chispas producidas por maquinaria agrícola y forestal, quema agrícolas y ganaderas, negligencias, alta intencionalidad, pirómanos, etc.).
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La falta de gestión forestal preventiva.
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El aumento de los fenómenos meteorológicos extremos (olas de calor, sequías) como los que estamos viviendo actualmente debido al cambio climático.
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El crecimiento de urbanizaciones y viviendas dentro del medio forestal, aumentando lo que se llama interfaz urbano-forestal, lo que supone un incremento del riesgo de incendios forestales además de un mayor peligro para la población que vive en estos entornos.
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La “paradoja de la extinción”: el “éxito” en la extinción de los incendios implica la supresión total del fuego, pero supone también un incremento del riesgo de incendio forestal, debido a la acumulación de combustible en un medio forestal abandonado.
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Los recortes en gestión forestal, prevención y extinción de incendios, así como la precarización laboral y privatización del colectivo dedicado a la extinción de incendios.
Algunos de estos ingredientes ya están ya en la coctelera.
La sociedad española y sus poderes públicos llevan décadas ignorando y subestimando el papel del fuego en el ámbito mediterráneo, fenómeno que no solo modela y mantiene el paisaje, sino que ha permitido que nuestro territorio sea rico en biodiversidad. Pero en ausencia de una gestión del paisaje que tienda a la imitación a pequeña escala del régimen natural de incendios (a través de las quemas prescritas, explotación forestal, extracción de biomasa para uso energético, ganadería extensiva, etc.), serán los grandes incendios forestales como los vividos este verano los que acaben gestionando de manera brusca y dañina nuestro territorio. Y a un coste económico mucho más alto.
El peligro no son los incendios forestales en general, no es el fuego. El verdadero peligro son las perturbaciones extremas, los incendios de alta intensidad, los incendios incontrolables debido al cóctel formado por acumulación y continuidad del combustible, abandono rural y cambio climático.
Comienza el verano de 2017. Crucemos los dedos.