En verano es cuando los impactos del cambio climático se manifiestan con mayor claridad a modo de avisos, de llamadas de atención a nuestra consciencia para que no nos olvidemos de la urgencia de actuar. Ahora más que nunca es cuando se hace evidente el deshielo de los polos debido al aumento de las temperaturas y cuando el aumento de la desertificación o de los fenómenos meteorológicos extremos saltan de los artículos científicos a las páginas de los periódicos o al telediario.

La hambruna que sufren regiones de Etiopia, Kenia y Somalia o las inundaciones que acaban de azotar Lagos nos recuerdan, estos días, las consecuencias que tiene el cambio climático para las áreas más vulnerables del planeta como el continente africano dónde el calentamiento global es la gota que colma el baso de una situación muy, muy delicada.



Pero no sólo África es vulnerable a los impactos del cambio climático.
El Ártico se deshiela cada vez a mayor velocidad y los estados isla del pacífico se hunden por momentos hasta el punto de que alguno de ellos ya ha pedido asilo a las zonas continentales vecinas. Y en el sudeste asiático, países como India o Pakistán son azotados periódicamente por inundaciones que provocan millones de muertos y desplazados.

Lo sé, no digo nada nuevo, son los síntomas de un diagnóstico que todos conocemos y que cada vez se manifiestan con mayor intensidad. La pregunta es ¿no vamos a tomarnos la medicina teniéndola al alcance? Tenemos el deber moral de hacerlo. Debemos frenar el cambio climático por los que ya están perdiendo sus casas, sus cosechas, su salud o sus vidas, gente que hoy por hoy nos queda lejos pero que el día de mañana pueden ser nuestros nietos o nuestros bisnietos.

Ahora más que nunca tenemos la certeza de que podemos frenar el cambio climático,
reduciendo las emisiones de CO2 y poniendo en marcha la [R]evolución energética.

Ahora más que nunca es momento de unir nuestras voces y de gritar más fuerte. Ahora más que nunca es tiempo de decirle a nuestros gobiernos que es la hora de actuar.


Aida Vila Rovira, campaña de cambio climático de Greenpeace