Magazine / septiembre 2012

El último pez en el mar

A las cinco de la mañana Luis Rodríguez prepara su barco para salir a pescar en el Cabo de Gata.

A las cinco de la mañana Luis Rodríguez prepara su barco para salir a pescar en el Cabo de Gata.

© Greenpeace/ Matías Costa

Los peces se acaban. El 80 % de los océanos están sobreexplotados, la flota pesquera mundial es tres veces mayor de lo necesario y el pescado de piscifactoría supone ya la mitad de lo que consumimos. A este ritmo de depredación, en el año 2050 puede que lo único que encontremos en el mar sean medusas y algas. El próximo año se aprobará una profunda reforma de la Política Pesquera Común y la pesca sostenible se impone como única alternativa a esta espiral de destrucción. Este es un recorrido por la pesca artesanal en España de la mano de sus protagonistas.

Imaginemos por un momento el siguiente escenario: la especie humana ha agotado casi la totalidad de los recursos en la Tierra. Mientras que en otras galaxias se libran batallas por la conquista y explotación del nuevo territorio, los  que han quedado en nuestro planeta luchan por sobrevivir. La tierra ya no es fértil, el aire es irrespirable, apenas queda agua potable y todos sueñan con encontrar el último pez en un mar sin vida.
Si lo anterior fuera el guion de una exitosa película de ciencia ficción, es probable que en algún momento se rodara una precuela a modo de explicación, un origen para un escenario tan sorprendente. Y en ese momento el guionista no tendría que usar su imaginación; le bastaría con transcribir la realidad actual para proyectarse en ese posible desenlace no tan lejano.

Hoy en día, tres cuartas partes de los océanos están agotados o sobreexplotados, las piscifactorías ya producen la mitad del consumo mundial y entre todos engullimos 125 millones de toneladas de pescado al año. Según algunos científicos, si seguimos a este ritmo, en el año 2050 ya no existirán las especies que hoy comemos.


Arañando el fondo del mar

Las pequeñas embarcaciones que faenan en el Cabo de Gata pasan la noche en la arena de la playa.

Son las cinco de la madrugada en el Parque Natural de Cabo de Gata, en Almería. Luis Rodríguez olfatea el oleaje que se adivina en la oscuridad, más allá de su barco varado en la playa. Tiene 56 años y nunca se ha alejado del mar. “Tienes que estar donde está tu barco”, asegura, “por lo que pueda pasar”.

Hoy hay viento de levante, así que podrán salir a faenar, “aquí los pescadores solo dormimos cuando hay poniente”. Pronto llegan su hijo Luis y su sobrino Paco y comienzan las maniobras para botar la embarcación. Se deslizan como sombras en la playa, con movimientos veloces y certeros, da escalofríos verlos meterse en el agua negra para sacar a flote la nave. El amanecer los sorprende camino del lugar donde tienen sus redes, “ya tendríamos que estar allí”, masculla Luis inquieto.

El problema es que allí por donde pasan los arrastreros, al igual que le ocurría a la hierba con el caballo de Atila, no vuelve a surgir la vida.

No se ve ningún otro barco en el agua, algo que al hijo y al sobrino les parece normal, pero a lo que Luis no se termina de acostumbrar. Antes salían todas las barcas, “tenías a más de cincuenta hombres remando y cogiendo pescado”, recuerda. Antes es hace más de treinta años, cuando aún no había arrastreros, ni cuotas, ni escasez de pescado. “Ahora los barcos de arrastre se lo llevan todo”, continúa Luis, “los ves pasar de aquí para allá durante toda la mañana y no puedes hacer nada”. Y es justamente ese tipo de pesca una de las causas que ha dado la vuelta en tan poco tiempo al mapa mundial de los fondos marinos.

La pesca de arrastre consiste, literalmente, en arar el fondo del mar extrayendo indiscriminadamente todo lo que se ponga por delante. Enormes redes como bocas hambrientas de 80 metros de apertura que destruyen ecosistemas enteros. La mayor parte de estas capturas carecen de valor comercial, por lo que son devueltas al mar ya sin vida, son los llamados descartes, un sacrificio desproporcionado para conseguir una determinada cantidad de la especie objetivo. Los caladeros tradicionales, cercanos a la costa, se han ido despoblando de vida y los grandes buques comerciales necesitan ir cada vez más lejos y arañar cada vez a más profundidad para encontrar pescado. El problema es que allí por donde pasan los arrastreros, al igual que le ocurría a la hierba con el caballo de Atila, no vuelve a surgir la vida. Desaparece el hábitat que había, y con él las especies, que migran de lugar, perseguidas incansablemente por las fauces de estos grandes barcos.

En opinión de Daniel Pauly, biólogo experto en conservación oceanográfica y uno de los 50 científicos más influyentes del mundo según la revista Scientific American, “la pesca de arrastre es como un saqueo en un banco, donde los ladrones destrozan todo y salen con el dinero. Lo que queda es un desierto, y en el desierto no crece nada”. Este francés, fruto de la liberación de París tras la II Guerra Mundial, hijo de un soldado negro norteamericano y una parisina blanca, lleva más de media vida luchando contra la desaparición de las reservas pesqueras, que en su opinión acabaría fulminantemente con nuestra civilización. “La pesca industrial está planteada como una guerra contra los peces” sostiene Pauly, “ganar esta guerra significa la aniquilación de la vida en el mar”.

“Ahora los barcos de arrastre se lo llevan todo”
Subsidios devastadores

La Unión Europea es el tercer productor de pesca y acuicultura (pescado de piscifactoría) del mundo después de China y Perú, y España es el estado miembro que tiene la mayor producción, con una de las mayores flotas pesqueras del planeta. Nuestro país recibe más del 50 % de los subsidios de la UE, que se destinan casi íntegramente a la pesquería industrial en perjuicio de la artesanal, que pierde una media de diez mil empleos al año.

Según algunos expertos, esta política de subvenciones, especialmente en Europa y Asia, ha potenciado la sobreexplotación. Un prestigioso informe de la Universidad de Columbia Británica (Canadá), realizado por Rashid Sumaila en colaboración con Daniel Pauly y otros científicos, estimó que las subvenciones totales mundiales en el año 2003 –últimos datos disponibles- fueron de cerca de 25.000 millones de euros, de los cuales casi el 30 % se destinó a sufragar el combustible que permite a los pesqueros faenar en todos los rincones del planeta, y otro 60 % financió la construcción y mantenimiento de las embarcaciones. Esto significa que casi la totalidad del coste de la devastación de los stocks pesqueros por parte de grandes compañías privadas se está financiando con el dinero del contribuyente.
“La situación actual es crítica”, sostiene Celia Ojeda, bióloga responsable de Océanos de Greenpeace, “a la sobrepesca hay que sumar la contaminación y el cambio climático, especies enteras están desapareciendo y ello altera la cadena trófica.

“España es uno de los países que más sanciones recibe de la UE, tenemos el Óscar a la sobrepesca”

En el Mediterráneo se está diezmando la población de atún rojo, lo cual elimina al depredador del medio y permite a otras especies proliferar rompiendo el equilibrio”. Para Greenpeace la solución pasa por una gestión sostenible de la pesca a nivel global: reducir el número de barcos y por tanto el número de capturas, rebajar las cuotas de pesca y endurecer las sanciones. “No hay voluntad de los gobiernos para regular la pesca y hacerla sostenible”, asegura Ojeda, “España es uno de los países que más sanciones recibe de la Unión Europea, tenemos el Óscar a la sobrepesca. Somos un país eminentemente pesquero, con un 80 % de pesca artesanal, pero la gran depredación la están haciendo las grandes compañías pesqueras, hay muchos puertos donde no hay observadores y hay infinitas maneras de saltarse las cuotas”. De hecho es habitual y están sobradamente documentadas distintas prácticas fraudulentas que realizan los grandes buques para evadir las normas: trasvases de capturas en alta mar, ocultar la carga al llegar a puerto o declarar otra especie distinta de la que en realidad se ha capturado. Todo para extraer la mayor cantidad posible de peces antes de que se extingan.

Algunos sectores apuntan a la acuicultura como una posible solución a la sobreexplotación marina, al tiempo que se asegura la alimentación de una superpoblación hambrienta en aumento en nuestro planeta. Pero es un argumento del que discrepan la mayoría de los científicos: los pescados de piscifactoría se alimentan en su mayoría de harina de pescado, lo cual implica más capturas para elaborarla, precisamente con las especies de las que se alimentan las regiones más pobres de la Tierra. Para alimentar un kilo de atún se necesitan diez kilos de otras especies. El caso más sangrante quizá es el de la anchoveta de Perú, que está casi agotada por la sobrepesca para su uso como pienso alimenticio en la acuicultura. En las zonas costeras de este país, donde la anchoveta representaba la principal fuente proteínica, apenas quedan ejemplares para el consumo interno, pero tampoco pueden comprar a un precio prohibitivo el pescado proveniente de las piscifactorías europeas, alimentado, paradójicamente, con su especie autóctona. La acuicultura es, pues, un artículo de lujo para el consumo de los países ricos mediante la explotación de recursos de los países pobres.


Banderas de conveniencia

El viento ha cambiado, así es la vida del pescador. Está entrando poniente y en el barco de Luis casi todas las nasas que recogen están vacías de pulpo. No está siendo un buen día. En su barco Luis lleva una pancarta a cada lado que reza, en inglés y español, “por una pesca sostenible, no a los barcos de arrastre”. A lo lejos se ve una embarcación oficial, es la Vigilancia de Reservas Marinas, se acercan para leer lo que está escrito y hablar con la tripulación. El intercambio de saludos es cordial pero tirante, “no es a mi a quien deberían vigilar”, se queja Luis, “sino a los grandes”.

“Antes nadie decía que mariscaba, era de pobres. Ahora con la crisis todo el mundo lo hace, estamos volviendo al recurso que te da la naturaleza”.

Genoveva ManeiroLos mismos que cambian de bandera para encontrar agujeros legales. La bandera es la nacionalidad del barco y los grandes buques europeos tienden a abanderarse en un país con escasa legislación o poca eficacia en su aplicación y de ese modo pescar en aguas de otros países sin ningún tipo de restricción. Esta operación es sencilla, hay páginas web donde se compra una bandera como quien se descarga una canción. Conocemos lo que ocurre en Somalia por la repercusión mediática de los asaltos de piratas a grandes barcos pesqueros, pero la explotación de pesquerías de países carentes de recursos por parte de buques europeos es generalizada. En Namibia por ejemplo, hay puertos en los que se habla gallego; toda la flota española pesca en sus aguas. Existe incluso un rey gallego de Namibia, José Luis Bastos, un empresario de Vigo que ha levantado en un pequeño pueblo pesquero de ese país un imperio que exporta a España 2.000 toneladas anuales de merluza.

Nuestro país recibe más del 50 % de los subsidios de la UE, que se destinan casi íntegramente a la pesquería industrial en perjuicio de la pesca artesanal.

Es precisamente en Galicia donde se produce la mayor concentración de pesca artesanal de España, con cerca de 4.500 barcos. Allí los pescadores tomaron conciencia de la necesidad de cuidar su medio de vida, paradójicamente a raíz de la catástrofe del Prestige. Hace ahora diez años se hundió frente a sus costas y provocó un vertido de fuel que supuso una de los mayores desastres medioambientales de la historia. Al estar prohibida la pesca durante un largo periodo, algunas especies se recuperaron y los pescadores se percataron de que venían pescando a un ritmo insostenible. Como consecuencia surgieron proyectos de reservas marinas donde se realizan paros biológicos para permitir la recuperación de las especies.
Genoveva Maneiro es mariscadora en la Ría de Arousa. Antes había trabajado en una conservera limpiando atún, pero no le gustaba estar encerrada. Siendo niña, su abuela Ramona le enseñó a usar el rastrillo para sacar almejas y hace ya cuatro años que decidió ponerse a mariscar. “Me gusta la libertad de este trabajo, me gusta estar a mi aire, escuchando la radio” explica. Geno siempre llega de las primeras y sale de las últimas, cuando la marea ya casi ha subido de nuevo. Entonces se arrodilla junto a las demás en la playa y selecciona su captura para separarla por tamaños y tipos de almeja antes de venderla al representante de la lonja que acude cada día con su furgoneta. “Antes nadie decía que mariscaba, era de pobres. Ahora con la crisis todo el mundo lo hace, estamos volviendo al recurso que te da la naturaleza”. El marisqueo está muy regulado, tienen asignados los días y las horas de trabajo de acuerdo al calendario lunar y cada una un máximo de kilos de cada variedad. Cuando baja la marea aparecen las mariscadoras y más que pescar parecen estar cosechando. De hecho las propias mariscadoras “siembran” la almeja y respetan dos meses de paro biológico para permitir que crezca. Aún así la cantidad de marisco ha menguado mucho en los últimos años, al igual que el precio que se paga por él. En 2008 cuando Geno empezó se pagaban 12 euros por kilo de almeja, hoy se pagan entre cuatro y seis euros.

Siendo niña su abuela le enseñó a usar el rastrillo para sacar almejas y hace ya cuatro años que decidió ponerse a mariscar.

“El dolor de espalda no hay quien te lo quite”, resopla Genoveva mientras encorva todo su cuerpo para tirar del rastrillo. Aquí también hay barcos arrastreros, “imagínate”, suspira, “si nos dieran algo del dinero que se llevan de la Unión Europea podríamos sembrar más y recuperar especies como la babosa, que ya casi no hay”. Esa es precisamente una de las reivindicaciones de Greenpeace: que las subvenciones, que proceden del dinero del contribuyente, no vayan solo a manos de las grandes compañías, sino a la pesca tradicional y a investigación y desarrollo. Tratar de entender el entramado de ayudas y la lógica de las concesiones resulta frustrante. No es atípico ver en Bruselas a representantes de grandes empresas pesqueras presentes en reuniones donde se toman decisiones políticas y se reparten las cuotas pesqueras.

Una reforma fundamental

Jesús Crespo, pescador artesanal, se hace cada mañana a la mar desde el puerto de Dénia.

“Este es un oficio muy duro, pero una vez que te ha picado ya no lo puedes soltar”.

Jesús Crespo es pescador, hijo de pescador y nieto de pescador. Tiene su barco en el puerto de Dénia y un día ventoso de agosto en el que ve a sus colegas volver aparatosamente de una mala mar que no les deja pescar, él tiene que salir para recoger sus redes si no quiere que la marea las haga trizas. La embarcación baila como una cáscara de nuez mientras Jesús trata de mantenerla perpendicular al agua y su ayudante senegalés, Mammadou, recoge las redes, con apenas algunas gallinetas como captura. “Este es un oficio muy duro”, grita Jesús por encima del oleaje, “pero una vez que te ha picado ya no lo puedes soltar”. Un día se trajo a su hijo con él. El muchacho había dejado de estudiar, “¿para qué?” le dijo a su padre, “si voy a ser pescador como tú”. Así que Jesús lo subió a bordo y apenas media hora después lo tuvo que devolver a tierra, blanco como la leche. El chico retomó los estudios con la avidez de quien escapa de un tornado.

A mediados de 2013 se aprobará la reforma de la Política Pesquera Común (PPC), la normativa que gestiona quién, cómo, cuánto y dónde pesca la flota europea en todos los mares y océanos del mundo. Es una reforma crucial, porque esta es la única herramienta para lograr una política pesquera sostenible y una reducción de la sobrecapacidad pesquera que la actual PPC ha generado. Desde Greenpeace pedimos una gestión de las pesquerías que incluya al sector pesquero artesanal, un reparto de cuotas según criterios científicos independientes y un sistema de subvenciones que financie la pesca sostenible y no la industrial.

Esta normativa gestionará la pesca en los próximos diez años, un periodo que, como apunta Pauly, “decidirá el futuro de nuestra civilización”. No en vano, este científico suele comenzar sus conferencias proyectando en la oscuridad, ante la estupefacción de su audiencia, la imagen de un bocadillo de medusa. “No se rían”,  advierte, “esto es lo que nos espera si las cosas no cambian”.

Puede que al guionista de esa hipotética película de ciencia ficción le entusiasme esta imagen, pero como realidad probable resulta bastante inquietante.