Cuando veo en la portada de The Economist un título como Natural Gas: Cleaner, Not Cooler, me animo pensando que algo está cambiando. El heraldo del capitalismo (bien escrito y con ironía, eso sí) afirma que la solución para el cambio climático no es el gas. Y en portada.
Parecerá una obviedad, pero una de las preocupaciones de los ecologistas era que, cerrado el camino nuclear tras el desastre de Fukushima y patentes los daños que producen los combustibles fósiles (un 80% de las emisiones de CO2 es atribuible a ellos), el sector energético se lanzara alegremente a abrazar el carbón o el gas natural.
(¿Que por qué leo estas revistas? Porque las cosas cambiarán de verdad cuando seamos muchos más, y ellas son un termómetro de por dónde van las cosas en ciertos sectores... Me desanimo mucho, en cambio, cuando leo en Bloomberg que la industria empieza a ver el Ártico como una Meca del sector, sin ninguna mención si quiera a los daños irreversibles que puede causar perforar en ese delicado ecosistema. Además es una aberración: resulta que el cambio climático, que hace posible perforar porque significa una capa de hielo más fina, !empeorará cuando se saque ese petróleo escondido!).
El artículo de The Economist habla de cómo se está dando un boom en el sector del gas que tiene su expresión en las nuevas explotaciones de gas no convencional (gas de esquisto o el fracking, antes económica y técnicamente inviable) y en el crecimiento del sector del gas natural licuado. La revista predice que, si el boom continúa, el gas sustituirá al carbón como el segundo combustible “favorito” del mundo.
Es también obvio que, puestos a elegir, el gas es mejor que el carbón: una tonelada equivalente de petróleo (TEP) de gas equivale a 2,1 toneladas de CO2, mientras que un TEP de carbón equivale a 3,8 toneladas de CO2.
Sin embargo, hasta The Economist admite que el gas no es la respuesta al cambio climático. Produce menos, pero produce CO2. “Si el gas es abundante y suficientemente barato para sustituir al carbón..., también podría estar en situación de reemplazar a la energía nuclear –que no produce carbono— y a las energías renovables. Y si eso ocurre, se emitirá más dióxido de carbono de lo que sería el caso de otra forma”, advierte el artículo.
“Un escenario recientemente publicado por la Agencia Internacional de Energía –continúa la revista— predice que, para 2035, el aumento de la demanda energética junto con la reducción del uso de energía nuclear y renovable en un mundo aficionado al gas podría perfectamente cancelar los logros obtenidos por reemplazar el carbón por el gas”.
El uso del gas natural sólo ha de entenderse como el combustible de menores emisiones como tecnología puente hasta que consigamos un sistema eléctrico al 100% basado en renovables.
Dejando de lado la referencia favorable a la energía nuclear –tras Fukushima sobran las palabras, aunque parece que The Economist no lo ha registrado— y que, además, la energía nuclear sí causa emisiones de CO2 en su etapa de proceso (minería, fabricación, construcción de centrales, mantenimiento, transporte, etc.), éste que apunta la revista británica es un riesgo importante y por eso los pasos dados en favor de las renovables en Alemania, en detrimento de nucleares y energías fósiles, son un modelo.
El buen ejemplo de Alemania, que no cede a gas o carbón y se va directa a las renovables, es doblemente interesante: desde el punto de vista económico y ambiental.
En el documento “Planificación energética indicativa para 2020” que publicó el Ministerio de Industria el verano pasado se incluye una valoración muy significativa: para mantener lo más bajo posible el precio del gas, se reconoce que sería necesario reducir las emisiones de CO2 entre un 25 y 40%. Es decir que, ya sea para proteger la economía o el planeta, hay que emplear renovables, y el gas sólo entra en la ecuación para ayudar a las renovables en su transición a un sistema 100% renovable.
De lo contrario, nos encontraremos con más emisiones de CO2 y, otra vez, con unas facturas exorbitantes. Igualito que hoy...
Miren Gutiérrez, directora ejecutiva de Greenpeace España