En ocasiones el ser humano necesita argumentar un hecho evidente con cifras, números y datos que evidencien, de forma científica, la necesidad o no de continuar desarrollando una determinada actividad. No obstante, en el caso del carbón, existen otros muchos argumentos que, independientemente de ser fácilmente justificables cuantitativamente, lo son cualitativamente.
Y así es, el carbón representa una de las fuentes de energía, no sólo menos rentables y eficientes energéticamente, sino también más peligrosas y caras si hablamos de personas, de vidas humanas. Valorar esto parece más sencillo si hablamos de los 12 millones de euros que anualmente se destinan al Plan Nacional de Seguridad Minera y como ayudas a las empresas en materia de seguridad e higiene en las minas. Existen, además, costes externalizados que no se contemplan en estos pomposos presupuestos, costes reales que pagan los trabajadores y los ciudadanos y que no están incluidos en ningún sitio. Y que no sólo se reducen a costes ambientales evidentes como son los impactos sobre el suelo, acidificación de aguas, erosión, ruido, polvo, impacto sobre la biodiversidad, etc.
Resulta sorprendente que entre las ayudas dirigidas al sector del carbón no exista ninguna ayuda directa en caso de accidente de trabajo o enfermedad profesional, incluso en aquellos casos en que la enfermedad pueda provocar la incapacidad permanente del trabajador e incluso la muerte. ¿Qué le ocurre entonces a un minero que sufre un desgraciado accidente y no puede continuar trabajando? ¿quién se hace cargo de esos “costes externalizados?
Enfermedades lamentablemente denominadas “comunes” entre los mineros como son la neumoconiosis o la hipoacusia o pérdida de audición, no tienen cabida en esos 12 millones de euros, que cientos de personas se resignen a padecer problemas respiratorios durante el resto de su vida o que, según el propio Instituto Nacional de Silicosis de Oviedo un 40% de los mineros sufran pérdida de audición en, son factores determinantes a la hora de valorar si una actividad como la extracción del carbón es rentable, porque no sólo hablamos de millones de euros, sino de calidad de vida.
Asímismo, el sector del carbón percibe ayudas en materia de seguridad minera pero a modo de inversión en “prevención”, es decir, dinero que se emplea en “evitar” accidentes, pero no es dinero que se pueda emplear una vez que ha ocurrido un accidente.
El proceso de extracción genera, además, grandes cantidades de metano, que no sólo es un gas de efecto invernadero que contribuye a aumentar los efectos del cambio climático, sino que es altamente explosivo y puede provocar asfixia en los mineros si no se utilizan sistemas de ventilación adecuados. Lamentablemente los presupuestos dedicados a la prevención de accidentes en las minas no son suficientes y continúan produciéndose accidentes, el propio Ministerio de Trabajo publicaba un dato significativo en 2008: en Asturias se producen una media de cinco accidentes laborales al día. En 1997 la frecuencia de muertes en la industria extractiva fue 7,5 veces superior a la media española en todos los sectores, aunque la tendencia es a la baja, en el 2006 la frecuencia continuaba siendo 6,6 superior.
Al final, estos datos se transforman en hechos reales, en responsabilidades reales y costes que asume, no sólo el trabajador al hipotecar su calidad de vida, sino también el resto de ciudadanos que los asumimos en forma de pensiones de incapacidad, viudedad, orfandad, etc. Y como decíamos al principio, muchas veces sólo se entienden los argumentos en forma de cifras, pues bien, las cifras son alarmantes, en el 2006 la industria minera la costó al Estado entre 62 y 70 millones de euros. Y para los que queremos saber, además de entender, esto se traduce en 70.083 personas afectadas que, si hubieran trabajado en otro sector diferente del carbón, se habrían reducido entre 9.000 y 16.500.
Así es, 70.083 personas son 70.083 razones de peso para abandonar el carbón...
Patricia Bermejo, campaña de Cambio climático de Greenpeace
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