Hace algunos años tuve la suerte de poder trabajar para Médicos Sin Fronteras. Allí donde trabajan hombres y mujeres de blanco, unas veces discretamente, otras en el centro del huracán mediático. Hombres y mujeres haciendo malabarismos imposibles entre la acción humanitaria y la denuncia.



Hombres y mujeres como los asesinados este sábado en Kunduz: 12 trabajadores y 10 pacientes. Hombres y mujeres enormes con los que, de no aclararse lo que pasó aquel día, se aleja para el pueblo afgano la recuperación del olvido y, para todos nosotros, una oportunidad más de recuperar la credibilidad y la confianza en los organismos internacionales. Los hospitales en zona de conflicto están amparados por el Derecho Internacional Humanitario; son espacios protegidos. Así que, hasta que se demuestre lo contrario, el bombardeo del pasado sábado supone una terrible violación de este derecho.

MSF fue mi oportunidad para conocer el “terreno”, los “expatriados” y las “víctimas”. Antes de conocer los proyectos que se llevaban a cabo todo era virtual, hipotético, literario … Yo era joven y romántico, MSF era práctico y real. En el terreno, la guerra, la enfermedad y la muerte son tan tangibles como la paz, la cura o la vida. Opciones políticas conjuradas en el tablero mundial de los intereses de farmacéuticas y gobiernos corruptos.

Médicos (MSF) hacía y callaba o hacía y hablada, dependiendo del precario equilibrio que más beneficiase a las poblaciones que atendía. Yo era joven y entusiasta y bramaba por la denuncia … sin entender aún, que no hay mayor testimonio que la imagen de la asistencia, ni  mayor apoyo que la presencia, ni mayor recuperación que la restitución de la dignidad usurpada.

Los proyectos, sobre el terreno, eran sorprendentemente sencillos, muy alejados de las imágenes grandilocuentes que acompañan a la organización en los conflictos mediáticos, las crisis sanitarias o los desastres naturales. En muchas ocasiones, poco más que una médica, un enfermero y una logista, perdidos en alguna aldea remota del Putumayo, en la periferia de Johannesburgo o en la frialdad sin resquicios de una cárcel siberiana. Mujeres y hombres  de blanco que en su humanidad se hacían imprescindibles para las personas que asistían, porque en muchos casos son su única oportunidad sanitaria, pero también la prueba fehaciente de su existencia. 

Julián Carranza, director de planificación y servicios generales de Greenpeace